lunes, 2 de febrero de 2015

PAITA




He vivido en este puerto desde mi nacimiento. Por cierto, mi vieja alumbró en el cerro, en ese hospital que está al costadito del cielo y con una vista impresionante de la bahía, en el mismo lugar donde nació mi primera hija, con olores a brisa de crustáceos; pero también a cagada de cholos, de los que cagan en las faldas de los cerros por mala costumbre. Hubo un tiempo que soñaba, al igual que muchos de mis amigos, con largarme de esta tierra de Grau, conquistar el mundo y no regresar jamás. Tuve la oportunidad pero me enamoré y decidí no fugarme. Ahora ya no quiero moverme ni para ir de invitado.
Mis viejos alquilaron una casa en el centro, muy cerca de la plaza mayor y a escasos metros de la iglesia San Francisco, donde vivíamos los más pipirisnais de Paita, en una calle de subida, de peregrinaje, y, a los pocos años, cual niño que cambia su paleta de dulce por un bodoque de tamarindo, nos trasladamos al segundo piso de otra de las casas de la misma dueña, haciendo trueque con la familia Gallo Costa. No recuerdo mucho ese traslado, pero dicen que los hermanos Gallo se quedaron con mi póster enorme de Alianza Lima y que hasta le compraron un marco dorado para que resaltara entre sus colecciones de carritos y muñecos pepe.
Este cambio nos favoreció bastante porque ya teníamos azotea para practicar nuestros primeras palomilladas y balcón, donde los fieles católicos nos rogaban, casi de rodillas, que los dejáramos subir a nuestro segundo piso para observar de cerca a la patrona del puerto mientras pasaba muy refinada el día de su fiesta.
Era una casa pequeña, con dos habitaciones donde nos metíamos con camarotes para ganar espacio y poder caminar sin golpearnos. Todo fue felicidad hasta que falleció la dueña de la casa. Y no era que amábamos a la vieja, sino que los herederos nos sacaron como delincuentes. Fue el favor más grande que les hicieron a mis viejos, pues, se desahuevaron y tuvimos casa propia, mucho más grande y acogedora, y mucho más bonita.
No sé si todavía, los vacacionistas, sentirán lo mismo que mis amigos de la adolescencia, cuando se embobaban con las coloridas puestas de sol y lloraban al final de los veranos. El fin de sus vacaciones, el final de un amor de verano y abandonar la bahía y sus inigualables sun sets, era el castigo más grande que la naturaleza podía hacerles.
Alguna vez me preguntaron qué siento por Paita. No supe qué contestar. Estaba pensando en lo bueno que fue mi niñez y adolescencia, en las decenas de amistades que pasaron dejando menos espacio en mi corazón, y en las interminables faenas, que orgulloso, vestí sus colores dentro de una cancha deportiva. Cada vez que me hacen la misma pregunta, enmudezco; es como si contestara mi alma.
Me he propuesto, para la próxima vez que me hagan esa pregunta, contestarles con una similar: ¿Qué sientes tú al llegar a vivir en Paita? Tal vez aquel foráneo tenga mucho más claro el verdadero sentimiento de por qué se quedó a vivir y formó su familia en mi tierra.

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