domingo, 30 de diciembre de 2012

La carta



Salté del camarote como volando, cayendo parado como bruce lee lo hacía en la enorme pantalla del cine fox. La paz de la madrugada permitía escuchar el ruido del silencio en la habitación de mamá. Una sola respiración, la de ella, sola, perdida en su cama de dos plazas y media, enorme, donde siempre me encantaba saltar. Mi padre, seguro, con mil bendiciones a sus espaldas, llegando a la zona de pesca, como todos los días. La puerta estaba abierta y gateando, llegué hasta los zapatos de cuero negro, empolvados y gastados en interminables parrandas domingueras. No podía esperar a que amaneciera, podía llegar papá Noel en cualquier momento y se iría sin recoger mi carta. Llegué hasta los zapatos y escogí el derecho; porque así decía mi hermana que debía ser, y al ponerla, supe que ya no había espacio, Tres cartas lo llenaban; Una era de mi hermana y las otras dos, de mi hermano menor. Su lista era tan grande que decidió repartirla en dos sobres. Coloqué la mía en el zapato izquierdo y "por sí las moscas" dejé la mitad a la vista para cuando llegara el gordo de la barba blanca, y se diera cuenta. Regresé a mi cama, me hice el dormido para verlo llegar, hasta que amaneció. Nunca lo vi aparecer cuando recogió las cartas.
Al día siguiente temprano, los zapatos estaban vacíos. Y cuando llegaron los regalos, el gordo cojudo se había equivocado. Me molesté por un momento, pero terminé divirtiéndome con los juguetes.
Hace dos años, encontré en mis inmensos zapatos de cuero talla cuarenta y seis y pico, una carta de mi hija, al leer la inmensa lista de regalos, comprendí porqué a veces se equivoca en la entrega.
Mis nenas ya crecieron y no creen en ese gordo huevón, vestido con tanta ropa en pleno calor norteño, pero "por si las moscas", ya están embalados los cuarenta y seis y pico.

La visita






Hoy, la esquina del movimiento apareció deslumbrante. Sus calles adyacentes, impecables. Los jardines mas frescos y verdes que nunca. Un escenario adornado para la ocasión, con banderitas de colores. Y doña Francisca, la dueña de la tienda, mostraba su rostro alegre. Su cabello dorado, lucía sazonado con el pestilente amoniaco de peluquería barata que hacía juego con su blusa de garbanzo.
¿Qué se está celebrando, señora?, le pregunto. Coqueta ella, meneando sus enormes caderas, me dice que hoy llega el alcalde a inaugurar las calles de nuestro asentamiento humano. Ella me sonríe, parece querer levantarme. Veo su diente de oro y recuerdo cuando mi mujer me dijo, en Catacaos, que le comprara una sortija de veintiocho..., Y sin dudar, le entregué veintiocho soles al vendedor, y éste se me cagó de risa en la cara.
Entonces entendí porqué ayer en la noche, como nunca, el carro recolector de basura pasó recogiendo... Y salí con dos bolsas que contenían residuos de la noche buena, y mi suegro, con dos más, de la fresquita, decía.
Aprovechen, saquen toda la basura, gritaba un señor colgado en el carro. Sáquenla toda, volvía a decir. Miro a mi suegro como preguntándole ¿Ya no hay nada? Y él, me mira como diciéndome: Faltas Tú, basura.
Hasta el agua potable está queriendo reventar las cañerías de tanta presión. No soporto la tentación, me meto a la ducha para recordar lo rico que se siente usarla. Adiós balde con jarrito por este día. Y hasta mi suegro está esperando su turno, parado en la puerta, con la toalla en el brazo. También quiere sentir el placer del agua recorriendo por sus alicaídos testículos.
Por Mí, señor alcalde, venga todos los días a mi barrio. Hable todas las huevadas que quiera, tome las horas que necesite. Inaugure bloqueta por bloqueta, si es necesario; pero venga... Su visita, hoy, nos ha cambiado la vida por un día.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

LA OVEJA NEGRA



En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura... Augusto Monterroso

Feliz cumple...


Y hasta ese momento no había experimentado esa sensación. Mi corazón parecía haber agarrado peso de repente, y mis piernas, tan fuertes en esos años, a las justas hacían su labor de llevarme. Agarré el maletín, que ya tenía varias semanas preparado para ese día y apresurado a buscar a mi madre. Sí, siempre regresando a la madre, porque nunca se está preparado para ese día. Mi ayuda era un estorbo,
 y debo confesar que Mechita, se comportó a la altura de la situación. Aunque nunca me gustó cuando me mandó a la mierda por querer ayudarle en los últimos minutos de la llegada. Entraba uno y luego dos más, despertaron al doctor y mi ahogo se pronunció de la desesperación, ¿Y si me quedo viudo?, pensé por un instante, Bueno, sigo hermoso y las hembras todavía me miran; pero después de una hora, la pude mirar, en ese lugar tétrico, pero útil, desolado, con olor a muerte, pero con vida. Y entré y estaba en el filo de una camilla y corrí para sujetarla se vaya a caer y la enfermera me miró como si me odiara y le dije que era el padre, y me miró como contestando, a mí que chucha y lárgate que no puedes estar aquí. Y me cagó los planes de besarla, Y miraba a todas partes y era tan frágil y sus movimientos tan fuertes y aunque no la pude besar, ese día, hace ya quince años, sentí que jamás dejaré de amarla...
¡ FELIZ CUMPLEAÑOS, MI AMOR!
Además, le duela a quien le duela, salió hermosa como su padre
 — con Daniela Espinoza 

sábado, 14 de julio de 2012

la revista digital MiNatura, número 120

Ddicado, en esta oportunidad, a las guerras futuras.


http://www.servercronos.net/bloglgc/media/blogs/minatura/pdf/RevistaDigitalmiNatura120.pdf

Los impedimentos de la literatura



Este ensayo de George Orwell es un brillante alegato contra los enemigos de la libertad intelectual. En él, arremete contra la incapacidad de ciertos escritores e intelectuales para ver la realidad de manera objetiva, sin fabricar hechos ni sentimientos. Su lectura, en el México de hoy, es más necesaria que nunca.
Hace aproximadamente un año, asistí a una reunión del pen Club con motivo del tercer centenario de la Areopagítica de Milton: un opúsculo –puede recordarse– en defensa de la libertad de imprenta. La famosa frase de Milton acerca del pecado de “asesinar un libro” se imprimió en folletos distribuidos con anterioridad, en los que se anunciaba el encuentro.
En la plataforma participaron cuatro oradores. Uno pronunció un discurso en el que abordaba la libertad de imprenta, pero sólo con referencia a la India; otro, titubeante, afirmó en términos muy generales que la libertad era algo bueno; un tercer orador atacó las leyes referentes a la obscenidad en la literatura. El cuarto dedicó la mayor parte de su discurso a defender las purgas rusas. De las reflexiones que hubo en la nave del edificio, algunos volvieron al tema de la obscenidad y las leyes que la abordan, y otros enunciaron simples apologías sobre la Rusia soviética. La mayoría de los asistentes pareció aprobar la libertad moral –la libertad de discutir de manera franca en un impreso cuestiones referentes al sexo–, pero no se mencionó la libertad política. De esta confluencia entre varios cientos de personas –quizá la mitad de las cuales estaban directamente relacionadas con el oficio de escribir–, ni una sola señaló que la libertad de imprenta se refiere –si es que tiene algún significado– a la libertad de criticar y de oponerse. Curiosamente, ninguno de los oradores citó una sola de las frases del opúsculo que en apariencia se conmemoraba aquel día. Tampoco se mencionaron los diversos libros que se ha “asesinado” en este país y en Estados Unidos durante la guerra. En su efecto neto, la junta fue una manifestación en favor de la censura.*
No era de sorprender. En nuestra época, la idea de libertad intelectual está bajo ataque desde dos vertientes. Por un lado, los enemigos teóricos, los apologistas del totalitarismo y, por el otro, sus enemigos inmediatos y prácticos: el monopolio y la burocracia. Cualquier escritor o periodista que quiera retener su integridad se ve obstruido por la deriva general de la sociedad, más que por una persecución activa. Los elementos que operan en su contra son la concentración de la prensa en manos de unos cuantos ricos; el control del monopolio de la radio y la cinematografía; la renuencia del público a gastar dinero en libros, lo que hace necesario que casi todos los escritores se ganen la vida –al menos en parte–, con trabajo mercenario; la intromisión de cuerpos oficiales como el Ministerio de Información y el British Council, que ayudan a que el escritor sobreviva, pero también le hacen perder tiempo y dictan sus opiniones; y la continua atmósfera de guerra de los últimos diez años, a cuyos retorcidos efectos nadie ha podido escapar. En nuestra época, todo conspira para que el escritor –y cualquier otro tipo de artista– se convierta en un funcionario de poco rango, que trabaja sobre temas que le mandan desde arriba, y que nunca dice lo que para él es la verdad completa. Y en su lucha contra ese destino no obtiene ayuda de los de su propio bando: es decir, no existe una vasto cuerpo de opinión que le asegure estar en lo correcto. En el pasado –en todo caso, a lo largo de los siglos protestantes–, la idea de rebelión y la idea de integridad intelectual estaban mezcladas. Un hereje –político, moral, religioso o estético– era aquel que se negaba a ultrajar su propia conciencia. Su perspectiva se resumía en los versos del Himno Renovador de la Fe: