domingo, 20 de diciembre de 2015





La primera vez que me senté frente a una hoja en blanco –cibernéticamente hablando, porque fue en mi vieja computadora y no en una hoja de papel como hacen los verdaderos escritores –estuve mirándola largo rato. Intenté varias veces llenar la primera línea. ¿Cuántas letras necesitaba?, ¿diez?, ¿once?, ¿quince? Si así fuera una sola no encontraba la adecuada. ¿Qué tan difícil sería escribir una palabra si eso lo aprendí en la primaria? Mi hija llenaba sus cuadernos con cientos de ellas, ¿y yo no podía poner una sola? Sentí la primera frustración antes de poner la primera letra. ¿A algún escritor le habrá pasado lo mismo? Acaricie la pantalla, era un monitor redondo que me recordaba el televisor antiguo de doce pulgadas de mi abuelo, que encendía con toque de pluma; llegué a pensar que de repente en otra computadora mucho más moderna, las palabras llegarían como una lluvia fresca despertando las hojas de una buena planta. Me levanté y caminé hasta la cocina; primero porque mi mujer estaba mirándome como preguntando hasta cuándo iba a perder el tiempo sentadote enfrente de ese monitor pequeño; y segundo porque tenía algo de hambre o ansias, y a lo mejor con algo en el estómago el cerebro empezaba a funcionar con algo de eficacia. Cogí una manzana de la refrigeradora, era “chilena”, le di un fuerte mordisco y no sé por qué pero pensé en el ocho de octubre de mil ochocientos setentainueve. La mordí con mucho más fuerza, una y otra vez hasta destrozarle el corazón. Me sentí vengado. Quise coger otra manzana “chilena” pero el rencor y el hambre no eran para tanto. Regresé a sentarme y volví a mirar el papel sin palabras, totalmente en blanco. Tuve la esperanza de que algún espíritu ambulante me ayudara con la primera línea. Sonreí de mis pensamientos tontos. Pensé que quizás los buenos escritores esperan de un fuerte viento lleno de inspiración para poder arrancar en su viaje imaginario. Mire la ventana, estaba cerrada. Pensé en abrirla pero deserté de esa tonta idea. Entonces no soporté más tanta sequía y cerré la página. En la pantalla apareció un pequeño recuadro preguntando si guardaba o no lo trabajado. Apreté Sí, y guardé la hoja en blanco, sin ninguna línea, sin ninguna letra, y me levanté mirando la hora en el reloj de la pared, un reloj que me recordaba la noche de mi boda, cuando mi amigo de la infancia, Arturo, decidió regalármelo para mi nueva casa. Era negro, redondo, y estaba programado para que sonara a cada hora, como si con cada campanada intentara recordar el pasado. Sonó. Había pasado más de cuarenta minutos. Tenía tantas cosas que decir y no había podido decir absolutamente nada. Tenía tantas historias en mi mente que contar y no había decidido por ninguna. No obstante, recordé mi matrimonio, la fiesta, el momento en que Arturo me entregó ese redondo reloj de pared que me mantiene despierto a cada momento, las ganas que tuve de casarme y también de no hacerlo. No, esa historia jamás, pensé. Hay cosas que solo deben estar vividas y narradas entre dos personas.


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