Recuerdo
perfectamente ese día de Abril. Era Lunes por la mañana y a diferencia de “los
de tierra” que llegan con pesadez a sus labores, nosotros, los del mar, aprovechábamos
- por “el corte” de la mayoría de tripulantes - a consumirles el mejor de los ceviches, recién preparado,
directo de las mallas, cuando se cortaban las primeras presas mientras los
pescados coleteaban con fuerza en sus últimos suspiros de vida. Llevábamos
media fuente, era enorme e inacabable, brillaba la piel del cabrillón; y el
lobo sacaba las dos botellas de tres litros “para bajarla”, de la buena, de la
mellisera, de la que te la pone como burro, decían. Y uno a uno íbamos
saboreando “el néctar de los incas” ¡Cuánto extraño esa vida! Pero de
camaradería, porque ni loco para regresar a mojarme mis bolitas de agua salada.
Ahora, lejos de esos sun sets tan impresionantes que no he vuelto a mirar desde
tierra firme, admiro a mis ex compañeros mucho más. Gente valiente, aguerrida y
de buen apetito, porque eso sí, en el mar, se hacen los mejores cocineros del
mundo; a la fuerza, porque esa gente es exigente con el menú del día, sino,
todo el esfuerzo del cocinero es lanzado a los ahogaditos que, según contaban
los antiguos, son mucho más exigentes que los vivos. La cosa es que entró el
motorista, con su plato separado en sus manos, porque - sino lo sabían - esos
detallosos no se juntaban con la muchedumbre de cubierta, se creían más que los
capitanes, “los dueños de las embarcaciones”, pero no hablaré de ellos, no vale
la pena amargar el texto. Y me dio la noticia que no esperaba en ese momento,
entre cebollas, trozos de cabrillones, jugo de limones y chicha de jora servida
en jarro de loza: que mi señora (así me lo dijo) había parido otra mujercita.
Casi me ahogo con la chicha de jora, sentí como si me hubieran conectado un
cable eléctrico por el poto.
¡Buena chancletero!
Estaba nervioso, quería correr hasta el
hospital y abrazarla, pero a la vez sentía mucha ira por “mi señora” por no
haberme esperado: Es que fue de un momento a otro, me dijo en la noche, como si
cupieran las disculpas. Había llegado con las justas, agarrándose a la churre
entre sus piernas, que ya “coronaba”, la bandida; y sin mucho dolor. Esa churre
desde su nacimiento fue bullosa, gritaba como las sirenas de los bomberos para
que la prendieran de la teta, entre dos nacimientos más en esa misma
habitación, barones, calladitos, medio cojudones, y ella en medio, como una
reina escoltada. Una de esas madres me miró y, la muy chistosa, a viva voz,
haciendo un gesto asquiento, mirándome la cara, dijo: “gracias a Dios salió a
su madre”. No le hice caso. Lo recuerdo perfectamente, era lunes 22 de abril,
esas escenas no se olvidan, su llanto potente tampoco (“Hasta ahora jode con
sus gritos la churre laberintosa”). Me querían sacar del hospital, pero les
dije que era amigo del Dr. “Félix Churuco” y me dejaron... Estaba “envarado” y
embobado, observando a mi segunda heredera, pidiéndole a Dios que guiara sus
pasos, mientras le prometía que, pase lo que pase, jamás de su lado me
alejaría.
¡Feliz
“doce abriles” a mi amiga Grecia de Mercedes.