martes, 17 de junio de 2014

¿VICIO?


El mundo está lleno de vicios, me dijo un amigo mientras miraba a una persona caminando frente a nosotros con la notoria imagen de ser consumidor de estupefacientes. Él se refería a los malos vicios, pero yo le dije que también existen los buenos: El amor a tu pareja, el ímpetu a tu trabajo. Y él me dijo que eso no existía, que sinónimos de vicio son las drogas y todo tipo de perdiciones (cosa que no estoy de acuerdo) Para mí hay otros tipos de vicio, por ejemplo yo soy adicto a jugar básquet y a mi mujer, y hace poco a escribir cojudeces, pero el peor vicio que tengo es andar jodiendo a la gente. A veces por joder hago que se amarguen, pero casi siempre necesito arrancarles una sonrisa, y cuando no puedo con una persona enseguida busco a otra. Alguien tiene que reírse porque de lo contrario siento mucha angustia, me deprimo, caigo en mal humor y mi cara se alarga (¿Más?) y entonces ya no tengo ganas de bañarme, y si no me baño me da insomnio y empiezo a joder a mi esposa, y joderla en la madrugada es como ganarse una discusión con la tía Chuchi o con la tía Lucía; o sea, interminables. Pero como soy adicto, necesito joderla, sacarla de sus casillas hasta que entienda que mi adicción solo se cura con su aceptación. También hay otro tipo de adicciones: Las de querer entornillarse “en el poder”. Eso sí que no lo entiendo, más que vicio lo coloco en la lista de síntomas de locura, porque hay que estar loco para postular toda tu vida al sillón municipal, y más cuando después de haberlo logrado intentan reelegirse cuando en su conciencia creen que han puesto lo mejor de ellos. Cuando algunas personas entiendan que los buenos alcaldes se convierten en "inmortales" porque sus obras y las buenas acciones que hicieron en su comunidad quedan como causa de entusiasmo de las nuevas generaciones, entonces entenderán que la inmediata reelección no es buena opción para su imagen. Un buen gobierno municipal es suficiente para demostrar capacidad, liderazgo y mantenerse como figura requerida. Pero no, se dejan caer en el vicio del poder (El peor de todos), sin darse cuenta que pierden respeto y popularidad. Hay que ser estúpido para perder esa popularidad ascendente que te puede servir para una nueva postulación después de un descanso. Les cuesta darse cuenta de eso, se embrutecen. Quedan como singulares idiotas pasando, de dignos gobernantes a asustadizos candidatos, permitiendo que sus contrincantes se aprovechen de sus errores para magnificarlos en su contra.
Los profesionales nos dicen que los vicios atrapan a las personas, les impiden ser libres y les generan problemas con su entorno, o sea, “gente enferma” Yo siempre me pregunto hasta dónde es capaz el hombre para mantenerse en el poder. Qué es lo que produce que un simple mortal se sienta salvador de su pueblo. Qué se siente postular a un cargo dónde más de la mitad de tus vecinos terminan odiándote después de haber hecho todo lo que tuviste a tu alcance para que les fuera mejor (Si es que lo hiciste) Y por último por qué nosotros los electores tenemos que elegir a personas que están enfermas de vicio de poder. Qué vicio el de nosotros.



viernes, 13 de junio de 2014



Un campeonato mundial de futbol más en mi vida. No sé si alguien sienta algo por la llegada del mundial que no sea otra cosa que estar dentro de esa corriente comercial a donde nos llevan las televisoras. En mi caso es una mezcla de entusiasmo y nostalgia. Entusiasmo porque he vivido casi toda mi vida inmerso en el deporte, y de alguna manera cada vez que absorbo esas sensaciones que sólo me pueden dar las competencias regreso a esos tiempos de dicha y también de frustraciones que he vivido mientras crecía como deportista. Y nostalgia porque de alguna manera se recuerdan años que no volverán y que quisiéramos sacar como sea de nuestras memoria, como el mundial del 78, pero no los partidos, sino los gritos que se daban en mi casa mirando en blanco y negro a nuestra selección, pues yo tenía 7 años y más que alguna jugada de Kempes o de Cubillas, se me vienen a la mente imágenes de cómo se movía la antena para que no fallara la recepción en el enorme televisor a tubos. En esa época (dichosos nuestros padres) se podía gritar con alma corazón y vida, sintiendo los latidos de sus corazones con sabor a comida criolla y colores que no fueran otros que el rojo y blanco de nuestra bandera. Hoy muchos somos Alemanes y otros Argentinos. También hay los Españoles, y no es porque quieran homenajear a nuestros conquistadores sino que la moda es ser del Barcelona o del Madrid. No faltan los Italianos, por herencia y otros por alucinados. Pero casi nadie quiere ser Chileno ni ecuatoriano, al parecer ni los mundiales nos hacen olvidar las desastrosas guerras. Yo he decidido convertirme en Brasileño, y no es que sepa bailar la samba ni que quiera levantarme una garotiña. Bueno, si lo segundo fuera posible me la levantaría, pero como este texto no tiene nada de pornográfico mejor lo dejo así. Pero el que recuerdo con mayor emoción es el de España 82, ya tenía 11 años, pero tampoco me sentaba a ver los partidos sino a esperar que volvieran a mandar a comprar cervezas para agarrarme los vueltos; en la casa de mi abuelo, en la punta, cuando las jugadas de Cubillas ya se podían ver a colores. Las pocas jugadas digo, porque el negro ya estaba viejo y sólo entraba en el segundo tiempo. En ese año yo ya no quería ser como él porque ahora me alucinaba Uribe; y nunca Oblitas, porque siempre le he visto cara de mariconcito, y además,  era ciego, y eso era como tener competencia. Hoy la cosa ha cambiado, y bastante, porque ya no podemos mirar las competencias sintiendo que el alma se nos sale por la boca de la emoción, tampoco nos reuniremos en familia a gritar las jugadas con nuestros hijos. Admítanlo, eso no pasa cuando nuestro equipo no participa. Sólo nos queda adoptar una selección, o que alguna de ellas nos adopte con sus jugadas. Ya lo dije, seré Brasilero por un mes, cambiaré la marinera por la samba, y esperaré que Neymar triunfe, pero eso sí, ya han pasado muchos años como para querer ser como él

miércoles, 11 de junio de 2014

Una historia cruel



Esta pequeña historia es cruel. Fue cruel. Existió y yo soy testigo de eso. Si alguien conoce a Jamberto se la cuenta: El ciego desenterrando el fiambre de Jamberto que había escondido en la arena, al costado de un arbusto que decidió crecer en la orilla de Colán. Todos los demás sacábamos el nuestro para degustarlo alrededor de la fogata. Estábamos con hambre porque la caminata había sido de más de cuatro horas, a paso ligero, como decía el jefe de tropa del 274. Pero Jamberto seguía buscando el suyo: en cada esquina de cada carpa, en cada mochila, en cada centímetro del campamento. Pero ni de suerte lo encontraría porque el ciego le había cambiado el taper por el suyo que ya se lo había comido en la caminata, y lo había enterrado lejos. Y se cansó, y se sentó, y miraba al horizonte, hacia las figuras que forma el cielo cuando parece estar cerca del mar. Cansado y hambriento. Y a pocos centímetros de él, el ciego disfrutando de su comida: Una carne con plátanos fritos acompañados con arrocito graneado. Yo sabía todo pero no me atrevía a denunciarlo porque el ciego era alto y a mí me daba algo de miedo enfrentarlo, además, si lo denunciaba pasaría por la oficina del cura, y eso era algo así como una corte marcial para cualquier boy scouts malcriado. Pero de tanto mirarlo creo que sintió algo de remordimiento. Y digo algo porque no le devolvió la comida sino que dejó que probara con la cuchara. Jamberto le agradeció. Amigos como tú hay pocos en el mundo, le dijo, y qué rico que cocina tu mami, ciego. Y fue entonces que el ciego sintió algo dentro de su corazón porque por algunos segundos quedó pensando en lo mal que se había comportado robándole el fiambre a su compañero. Se sentía mal, no podía con ese peso de su conciencia, tenía que hacer algo para no sentirse desgraciado, algo que le quitara ese sentimiento de adolescente malvado y le devolviera la inocencia de ser un palomilla cualquiera. Entonces actuó: Lo llamó y le ofreció otra cucharadita.

lunes, 9 de junio de 2014

Un baile. Una fotògrafa



Yo no soy de bailar mucho, menos de invitar a alguien a disfrutar de una pieza musical, tienen que invitarme casi obligándome, claro mi esposa porque no creo que haya otra loca que desee menear su cintura al lado de la mía, y menos en la primera pieza cuando todos quieren seguir bien planchaditos dentro de sus trajes bonitos.
Cuando bailo tengo que tener algunos tragos encima, digo algunos porque si tengo más que algunos me descontrolo y suelo alucinarme como Travolta en “Saturday Night Fever”, y eso, para los que no me han visto, no es baile sino un horrible espectáculo tratar de imitarlo. Pero tengo claro – Y esto lo digo con bastante satisfacción – que he sido bendecido para bailar más de quince veces la primera pieza (Si hacen su cuenta: las promociones de inicial, primaria, secundaria, matrimonios y quinceañeros)
En estos casos es casi imposible evadirlo, y tampoco quiero hacerlo. Son esos los momentos en que me acicalo todo el día para estar más o menos a la altura de las guapas de mi casa. Ellas me obligan a ponerme regio. Hasta donde se pueda, papi, me dicen. Vamos a ver qué se puede hacer, hijas, les digo, y les hago caso e intento ponerme lo más bonito que pueda para que no se les malogre la foto del recuerdo. Eso, por si no lo saben, en mi caso es más difícil que ganarse la tinka.
Y esa foto del recuerdo es tomada por un camarógrafo profesional, pero como esos pendejos cobran como si te dibujaran, sólo les decimos que hagan una toma, y es mi mujer la que saca todas las que pueda con nuestra cámara particular. Al comienzo la pobre mujer sufría mucho haciéndolo y yo feliz posando para ella, pero al rato ya me daba mucha pena que no sea ella la que se luciera en el baile; aunque les confieso: Esos son los momentos en que soy feliz siendo “chancletero” (Eso le pasa por no saber hacer hijos hombres) pero con el tiempo y la práctica ya no sufre mucho, ya le está agarrando cariño a su chamba, ya le está gustando ser mi fotógrafa personal. Se ha vuelto toda una experta en la fotografía mientras yo me voy especializando en bailar la primera pieza con mis hijas

viernes, 6 de junio de 2014

El paseo Tradicional




El sueño de ella – Y creo que casi de todas las novias – Es salir de su casa en un auto hermoso el día de la ceremonia. Yo le dije que podíamos tomar una moto para ahorrarnos esos billetes, ya bastantes habíamos gastado para la fiesta, pero claro, era sólo una idea estúpida de tantas que se me ocurren a diario, pues, salí ese mismo día por la mañana a buscar un auto más o menos decente; algo que pareciera singular y no repetitivo, un modelo que realzara la belleza de mi novia. Yo quería un modelo antiguo, que no se viera viejo; similar al que usaba Al capone en sus mejores tiempos. Había visto en Piura, cerca al mercado central, un  Cadillac Town Sedan, igualito, y de color verde (como en las fotos de los gánster) que me transportó a las viejas películas de los setenta cuando se metían harta bala con la policía de Chicago; esas que veía con mis hermanos en mi televisor a tubos, enorme, y con dos puertas que ocultaban su pantalla curva para cuando lo apagábamos. Pero no era buena idea subirme al TUPPSA y viajar en busca de antigüedades el mismo día de mi matri…, así que busqué por varios paraderos de colectivos a ver si encontraba alguna rareza. Lo primero que vi fue el carro de mi pata “Brocha”, pero ese carrito era más feíto que una lata de leche oxidada. Seguí caminando y lo más excéntrico que hallé fue el  Ford Mercury azul marino del tío Ibárburu esperando pasajeros a Piura, y entonces pensé cambiar a Al Capone por Starsky, el amigo íntimo de Hutch; pero sentía que no era lo mismo, le faltaba la línea blanca, y tampoco era de color rojo; además, el tío Ibárburu me hubiera mandado a la mierda con las treinta lucas que cargaba en mi bolsillo para el arreglo. No me quedó otra que contratar un station wagon que formaba su cola para subir con pasajeros al tablazo. Escogí el último de la fila, suelen ser los más baratos. Pero primero, ni cojudo, le di una vuelta entera para ver si se veía bonito y no hiciera pasar vergüenza a mi futura esposa. Arreglamos. Y, después de la ceremonia, cuando salíamos de la iglesia con las bendiciones respectivas del curita Jorge de Dios, (quien, en el momento de los votos se cagó de risa cuando en lugar de “acepto”, escuchó que le dije a mi novia “sí juro”), debo confesar que me impresionó el carrito. Estaba diferente, bastante embellecido, con arreglos florales para que todos los sapos voltearan a mirar a los recién casados. Yo me subí con mi “esposa de estreno” para darnos las vueltas tradicionales por el malecón Jorge Chávez, que después se llamó malecón de la marina, y que ahora le llaman Malecón Grau, pero que posiblemente en unos años sea llamado como la mujer del alcalde de turno; y adelante, al costado del chofer que tenía cara de querer cobrarnos la carrera, se sentaron los dos churres que llevaron nuestros aros: Eran mis sobrinos mayores y desde esos tiempos ya eran un par de hijos de su madre que jodieron todo el tiempo que duró el paseo tradicional. Siempre me pregunto por qué los aros tienen que llevarlos los churres si han costado tan caros “En el bolsillo estarían más seguros”. La niña llorando para que la llevaran a ver a su madre, que la extrañaba mucho, decía, y el churre jodiendo que quería meterse un cague con urgencia, que ya mismo se le salía, decía. Pero no les hicimos caso, y minutos después no les quedó otra que reírse de ellos mismos. Ella le jalaba la corbata y él le ajaba el vestido. Mi mujer se reía de los churres laberintosos “Ojalá mis hijos sean normales” parecía decirse; y el chofer los miraba con cara de querer ahorcarlos;  pero yo más que otra cosa, deseaba estar en el carro de Al capone, y por unas décimas de segundos hasta busqué una ametralladora para ahuecarlos por antipáticos.

Después de varias vueltas por las dos únicas calles de Paita, y de esconderme para no decepcionar a un par de “tramposas” que no sabían que me había casado, llegamos al local donde la familia y la “tubería” sedienta esperaban el arribo de los novios. Bajamos. Los niños corrieron a abrazar a sus madres, y el chofer aceleró como gánster que huye de la policía. Yo le ofrecí mi brazo izquierdo a mi flamante esposa. Ella me apretó con fuerza y me regaló una sonrisa esperanzadora. Ya muchos años después entendí que esa fuerza con la que me sujetó, ese siete de Junio del noventaisiete, significaba que no iba a ser fácil pensar en una posible separación.