Esta pequeña
historia es cruel. Fue cruel. Existió y yo soy testigo de eso. Si alguien
conoce a Jamberto se la cuenta: El ciego desenterrando el fiambre de Jamberto
que había escondido en la arena, al costado de un arbusto que decidió crecer en
la orilla de Colán. Todos los demás sacábamos el nuestro para degustarlo
alrededor de la fogata. Estábamos con hambre porque la caminata había sido de
más de cuatro horas, a paso ligero, como decía el jefe de tropa del 274. Pero
Jamberto seguía buscando el suyo: en cada esquina de cada carpa, en cada
mochila, en cada centímetro del campamento. Pero ni de suerte lo encontraría
porque el ciego le había cambiado el taper por el suyo que ya se lo había
comido en la caminata, y lo había enterrado lejos. Y se cansó, y se sentó, y
miraba al horizonte, hacia las figuras que forma el cielo cuando parece estar
cerca del mar. Cansado y hambriento. Y a pocos centímetros de él, el ciego
disfrutando de su comida: Una carne con plátanos fritos acompañados con
arrocito graneado. Yo sabía todo pero no me atrevía a denunciarlo porque el
ciego era alto y a mí me daba algo de miedo enfrentarlo, además, si lo
denunciaba pasaría por la oficina del cura, y eso era algo así como una corte
marcial para cualquier boy scouts malcriado. Pero de tanto mirarlo creo que
sintió algo de remordimiento. Y digo algo porque no le devolvió la comida sino
que dejó que probara con la cuchara. Jamberto le agradeció. Amigos como tú hay
pocos en el mundo, le dijo, y qué rico que cocina tu mami, ciego. Y fue
entonces que el ciego sintió algo dentro de su corazón porque por algunos
segundos quedó pensando en lo mal que se había comportado robándole el fiambre a
su compañero. Se sentía mal, no podía con ese peso de su conciencia, tenía que
hacer algo para no sentirse desgraciado, algo que le quitara ese sentimiento de
adolescente malvado y le devolviera la inocencia de ser un palomilla cualquiera.
Entonces actuó: Lo llamó y le ofreció otra cucharadita.
Una de las tantas historias de la chibolada...
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