jueves, 28 de noviembre de 2013








Mi hija regresa feliz del colegio, -vengo de entrenar, papi, me dice, trae puesta una camiseta de color verde encendido, està sudada y su cabellera desaliñada como si regresara de tumbarse un yunce. – Es un sacrificio, papi. Se sienta, pide un vaso con agua, - pero me gusta, papi. En el pecho lleva impreso su nombre y en la espalda el número diez como la de Maradona. Me emociona verla con indumentaria deportiva y no puedo dejar de recordar cuando recibì mi primer uniforme de mini bàsquet, fue emocionante, era el nùmero cinco y entonces decidì que me acompañarìa para toda la vida: arrimè mi ropa de mi primer cajòn, entre las medias y los calzoncillos del colegio y cada cinco minutos tenía que mirarla, fue amor a primera vista, igual que me pasò con mi mujer. Pero la camiseta era de algodón y de color azul marino; y mi mujer, para mì, siempre ha sido de seda y de color rosa; pero el sol norteño, la edad y sus trabajos de campo la están dejando como camiseta exprimida, no obstante, cuando la toco, sigue siendo de la mejor seda.
-¿Te gusta, papi?- me pregunta. Està emocionada, pero no por la camiseta porque se la ha quitado y la ha tirado para el tacho de la ropa sucia; sino porque ha metido dos mates bravos como Natalia, dice y levanta el brazo con fuerza como queriendo sacudir una tela de araña.
-¿Què, no eres basquetbolista como tu padre?. Y se lo pregunto a lo serio.
-Ay, papi, eso no me gusta, estar metiendo bolas por ese hueco no tiene nada de bonito. Yo soy de mates, y vuelve a saltar como queriendo agarrase del techo. Siento algo de nostalgia pero, como en todas las veces, ella sigue siendo libre de escoger lo que mejor le parezca.
-Ademàs, papi – me dice – nadie va al coliseo a ver eso.
“Debe estar buscando que la miren”, pienso. Eso es normal. A mì me encantaba jugar para las tribunas y por eso “los amigos de la verdad” decían que no servìa para el equipo, que era demasiado figureti y que no le llegaba ni a las rodillas a la fama de mi padre. Y como a mì todo me llegaba al pincho, mandaba a la mierda a la crìtica y seguía con la idea de ser el Michael Jordan de la provincia. Al menos lo logrè en medio de varios “embotellamientos”. No saben lo maravilloso que se siente. Esos borrachitos si que me hacían volar por las nubes: “Eras la cagada, òn”, “Puta, largo, yo iba al coliseo por tì, òn”, hasta que no faltaba el cagafiestas “Pero mejor era tu viejo, òn”; y dale con el “seco y volteao” y límpiate la saliva de la cara, y què asco de borrachos; pero como ellos y los niños siempre dicen la verdad, escuchaba feliz sus comentarios positivos y sentía, al igual que mi hija, que el sacrificio de los entrenamientos estaba pagado.

lunes, 18 de noviembre de 2013



Salgo de la óptica y camino por las calles. Es diferente, con mucha seguridad, como un modelo en la pasarela. Miro a todos lados, el sol quema pero no brilla como antes de que entrara, como si la calle fuera diferente, como si se hubiera puesto traje de fiesta. Saludo a una mujer, no recuerdo haberla conocido, ella me mira y yo alcanzo a ver su mirada, tiene los iris “amarronados” . Dicen que a través de los ojos se puede ver el alma de las personas pero yo solo veo una diminuta legaña seca que se asoma en el izquierdo. Cambio la mirada hacia la otra acera, les hago una venia que heredé de mi papabuelo, ellos me contestan la cortesía, no sé quiénes serán, pero me he acostumbrado a saludar a todo el que me mire más de dos segundos, y además, estoy aprovechando mis anteojos nuevos fotogrey que he acabo de comprar.
Llego al malecón y la bahía está iluminada. La corriente ha limpiado la nostalgia de los hombres de mar, esa que llega cuando parte la pota. Observo a una turista, lleva una mochila gigante y su poto es inmenso, como el enorme barco atracado en el terminal portuario. Esta vez puedo leer su nombre con nitidez aunque no entiendo qué carajo dice: Es oriental y no quiero perder el tiempo escribiendo esa huevada. Regreso a ver a la potona, ahora está a una buena distancia; y una vez mas verifico que mis nuevos anteojos han quedado de la putamare. A partir de ahora podré reconocer a mis amigas desde lejos y de espaldas, como antaño cuando las reconocía por sus culos, no es que sea morboso, pero cuando uno es corto de vista tiene que agarrarse de cualquier marca para reconocer a las amistades. Sigo caminando, y, como la emoción no acaba, leo todos los carteles habidos y por haber; también el de tiendas EFE, bueno, ese lo ven hasta los ciegos, es grande del porte de la pared y me hace recordar que estoy debiendo una letra de mi plasma “a mala hora veo esa huevada”, pienso y acelero el paso antes de que me persiga la deuda. En ese momento, me cruzo con mi amigo de facebook, Justo Juarez, se ve mucho mas joven que en fotografías y, como suele pasar con la mayoría de mis amigos de esta página “ni chicha ni limonada”, nunca me saludan, o quizás ni sepa que existo, o de repente no sabe que he pensado seriamente en darle el voto. Igual, con el mío, no creo que gane a menos que sea un desempate.
Después de varios minutos y de haber visto hasta las hormigas apareándose en la vía pública, llego a mi casa y veo desde lejos un sticker pegado en la lata del medidor de Enosa, mi mujer me mira con una carasa, mis hijas como si me odiaran, lo veo clarito, todo se ve: me olvidé de pagar el recibo de luz.

viernes, 8 de noviembre de 2013

La combi











Salimos del terminal terrestre. Un grupo de choferes de motos y autos nos abordan. Parecen hambrientos de clientela. Es fácil escoger a cualquiera, pero las lecciones hay que explicarlas para que se aprendan. Después de varios minutos seguimos parados en la calle, no pasan combis ni colectivo.
-¡Ay papi, qué roche! – dice mi hija.
-Tienes que aprender, carajo – le digo – Los estudiantes nunca andan en taxi, a menos que seas hija de un platudo, y que yo sepa, a mis bolsillos solo le entran las llaves de la casa y una que otra vez, mi mano derecha para rascarme una bolita.
Decido caminar hasta la avenida Grau.
-Qué roche, qué dirán mis amigas
Llegamos a una de las esquinas de la inmensa avenida Grau, paramos a la primera que pasa, (dentro de la lección también está el tiempo que se debe utilizar) es blanca y no hay asientos desocupados. Mi hija se ríe, pero, como la lección debe de ser completa, decido subir.
-¡Qué roche, papi!
-A ver, avance, maestro – dice el cobrador.
La combi es de la talla de mi hija y yo, tengo que encogerme para entrar. Hubo lugares, en mi vida, que me hicieron desear ser enano de circo para mayor comodidad, en especial cuando se trataba de “puntear” a una chata caderona en algún tono. En uno de los asientos, una jovencita codea a su compañera, ella no aguanta y explota de risa, le da otro codazo. “como para que le rompas las costillas”, pienso. Le planto la mirada, es de hombre feo y malo, la chica se sonroja, pero después la comprendo, es joven y en verdad da risa ver a un huevonazo de metro ochentaiseis doblado dentro de una combi. No sé por dónde vamos, sólo veo la tierra del techo del pequeño vehículo. Mi hija ya no aguanta la risa.
-¡Qué roche!
En segundos, ya no hay espacio ni para voltear la cabeza. Mi cuello sufre y mi elegancia se deteriora en cada movimiento. Después de varias paradas, se baja una señora. “por fin a sentarme”, pienso, y una frenada me adelanta dos asientos, mi hija se choca en mi espalda y hago un esfuerzo para protegerla, en esos instantes, un tipo nos gana el asiento vacío. Ella se ríe.
-Esta va “pal feis” – le digo.
-Ay no, papi, ¡qué roche!.
Llegamos a la altura del mercado, bajan varios pasajeros y de repente, quedan asientos hasta para escoger. Me ubico cerca a la puerta, hay espacio para mis largas extremidades, mi hija se queda en la última fila, porque al fondo hay sitio, dice el cobrador. Y, en cuestión de segundos, se vuelve a llenar la pequeña “loncherita”. Otra vez hay personas paradas, avanzamos dos cuadras y sube una señora, de edad madura-avanzada y lleva un vestido rojo como la sangre. Miro a los costados y todos se hacen los desentendidos, como si una epidemia de “tortículis” les hubiera volteado la cara. No me queda otra, me levanto y le cedo el asiento a la dama de rojo.
-Gracias, hijito – me dice. Pero antes, pienso cómo pueden haberse perdidos aquellos buenos modales de mi juventud, cuando mis amigos y yo, nos peleábamos por cederles el asiento a nuestros mayores, allá por los mil novecientos ochentaisiete, en la capital de la cultura.
A mi costado hay tres jóvenes enanos con pinta de universitarios y una chica bella que me hace recordar a blanca nieves.
Después de varios minutos (y de ver a tanta gente subir y bajar) llegamos a la escuela de la universidad nacional. Se baja la mitad… y entonces mi cuello vuelve a la normalidad. La señora del vestido rojo saca una manzana delicia de su bolso y me la obsequia. Por unos instantes pienso en una bruja de cuento; pero, como yo no tengo nada de blanca nieves ni de enano (aún cuando no me gusta esa manzana), se la acepto por educación.