viernes, 8 de noviembre de 2013

La combi











Salimos del terminal terrestre. Un grupo de choferes de motos y autos nos abordan. Parecen hambrientos de clientela. Es fácil escoger a cualquiera, pero las lecciones hay que explicarlas para que se aprendan. Después de varios minutos seguimos parados en la calle, no pasan combis ni colectivo.
-¡Ay papi, qué roche! – dice mi hija.
-Tienes que aprender, carajo – le digo – Los estudiantes nunca andan en taxi, a menos que seas hija de un platudo, y que yo sepa, a mis bolsillos solo le entran las llaves de la casa y una que otra vez, mi mano derecha para rascarme una bolita.
Decido caminar hasta la avenida Grau.
-Qué roche, qué dirán mis amigas
Llegamos a una de las esquinas de la inmensa avenida Grau, paramos a la primera que pasa, (dentro de la lección también está el tiempo que se debe utilizar) es blanca y no hay asientos desocupados. Mi hija se ríe, pero, como la lección debe de ser completa, decido subir.
-¡Qué roche, papi!
-A ver, avance, maestro – dice el cobrador.
La combi es de la talla de mi hija y yo, tengo que encogerme para entrar. Hubo lugares, en mi vida, que me hicieron desear ser enano de circo para mayor comodidad, en especial cuando se trataba de “puntear” a una chata caderona en algún tono. En uno de los asientos, una jovencita codea a su compañera, ella no aguanta y explota de risa, le da otro codazo. “como para que le rompas las costillas”, pienso. Le planto la mirada, es de hombre feo y malo, la chica se sonroja, pero después la comprendo, es joven y en verdad da risa ver a un huevonazo de metro ochentaiseis doblado dentro de una combi. No sé por dónde vamos, sólo veo la tierra del techo del pequeño vehículo. Mi hija ya no aguanta la risa.
-¡Qué roche!
En segundos, ya no hay espacio ni para voltear la cabeza. Mi cuello sufre y mi elegancia se deteriora en cada movimiento. Después de varias paradas, se baja una señora. “por fin a sentarme”, pienso, y una frenada me adelanta dos asientos, mi hija se choca en mi espalda y hago un esfuerzo para protegerla, en esos instantes, un tipo nos gana el asiento vacío. Ella se ríe.
-Esta va “pal feis” – le digo.
-Ay no, papi, ¡qué roche!.
Llegamos a la altura del mercado, bajan varios pasajeros y de repente, quedan asientos hasta para escoger. Me ubico cerca a la puerta, hay espacio para mis largas extremidades, mi hija se queda en la última fila, porque al fondo hay sitio, dice el cobrador. Y, en cuestión de segundos, se vuelve a llenar la pequeña “loncherita”. Otra vez hay personas paradas, avanzamos dos cuadras y sube una señora, de edad madura-avanzada y lleva un vestido rojo como la sangre. Miro a los costados y todos se hacen los desentendidos, como si una epidemia de “tortículis” les hubiera volteado la cara. No me queda otra, me levanto y le cedo el asiento a la dama de rojo.
-Gracias, hijito – me dice. Pero antes, pienso cómo pueden haberse perdidos aquellos buenos modales de mi juventud, cuando mis amigos y yo, nos peleábamos por cederles el asiento a nuestros mayores, allá por los mil novecientos ochentaisiete, en la capital de la cultura.
A mi costado hay tres jóvenes enanos con pinta de universitarios y una chica bella que me hace recordar a blanca nieves.
Después de varios minutos (y de ver a tanta gente subir y bajar) llegamos a la escuela de la universidad nacional. Se baja la mitad… y entonces mi cuello vuelve a la normalidad. La señora del vestido rojo saca una manzana delicia de su bolso y me la obsequia. Por unos instantes pienso en una bruja de cuento; pero, como yo no tengo nada de blanca nieves ni de enano (aún cuando no me gusta esa manzana), se la acepto por educación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario