domingo, 20 de enero de 2013

CARNAVALES



Regresaba con mis amigos de una caminata por el malecón de la marina. Faltaban tres minutos para llegar a nuestras casas. Nueve y un minuto de la noche, en nuestra época, era motivo suficiente para que me rompieran el alma por desobediente. A pocos metros del club liberal, el carro de la policía se detuvo. Bajaron tres efectivos, desenfundaron sus armas y sentí como si mi pene desaparecía entre mis piernas. Nos subieron a empujones en una camioneta que llamaban: “La burra”
Yo tenía algo más de diez años, pero estaba siendo apresado y estaba llorando, como María Magdalena. Me imaginaba en el frontón, ultrajado por "el loco Perochena o por el (a) La gringa".
Mi hermano lloraba más porque ya eran más de las nueve. No era que le asustaba la cárcel, sino que se imaginaba la sacada de mierda que nos iban a dar.
El guardia nos callaba, pero mis lágrimas no sabían frenar en seco.
Llegaron todos los papás de mis amigos haciendo un escándalo por haberse levantado a sus ingenuos churres. De mi madre no había rastro. Pero la preponderancia con que actuaron los viejos de mis patas no dio resultado. Los tombos eran bastante orgullosos y sádicos, y no soltaban a los insoportables hijos. Nos decían los malcriados. Sonaba a ofensa.
Después de dos horas llegó mi ángel: mi mamabuela, traía consigo dos bolsas de chifles y un sánguche de pavo de los que preparaba la tía Takamura en la plaza de armas de Paita. Y, cual madre Teresa de Calcuta, con ese verso de monja que tenía por ser la jefa de la legión de María, ablandó el corazón de los tombos. Mi abuela, cuando se lo propone, puede ser la mejor de las sicólogas, aunque a veces nos pone cara de carcelera.
Salimos corriendo para nuestra casa, mientras el comisario se empachaba con el pavo ornado. A la altura de la plaza de armas, el reloj de la iglesia San Francisco nos dijo que eran las once y cinco de la noche, entonces supimos que teníamos que ir preparando la carne para que recibiera las enseñanzas. Mi madre hizo su trabajo: nos sacó la mierda a golpes.
Al día siguiente, después del chisme en la panadería se enteró de todo. Nos despertó y nos abrazó. Nos libramos del castigo por andar jugando carnavales con quien no debíamos; pero por llegar después de las nueve de la noche, no.

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